León Sarcos: Flaubert, una obsesión por el estilo

León Sarcos: Flaubert, una obsesión por el estilo

Uno nunca se cansa de lo que está bien escrito: ¡El estilo es la vida!  ¡La sangre vital del pensamiento!… Ten cuidado con tus sueños, son la sirena del alma. Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos. Así pensaba Gustave Flaubert, el escritor francés que hizo grandes aportes al género novelístico. Nacido en Ruan el 12 de diciembre de 1821 y fallecido en Croisset el 8 de mayo de 1860. 

La clave para entender vida y obra de este eminente escritor que vivió los años de una parte crucial de la historia de Francia –la revolución de 1848–, es que su vida no es como esas novelas que con toda su bien orquestada trama tienen una apertura y un cierre continuo y simétrico. Muchas fases de su obra, especialmente las relacionadas con algunas vertientes del estilo, no lucen a veces congruentes, menos aún sus cartas. 

Existen coincidencias generales sobre sus dos grandes aportes a las letras, sobre todo, al género novelístico: el estilo indirecto libre y la búsqueda de la palabra exacta (le mot juste). Pero, para otros, en el mismo estilo existen desacuerdos marcados, al igual que en la correspondencia y la manera de concebirla. Marcel Proust dice de ella: Lo que asombra solamente en un maestro semejante es la mediocridad de su correspondencia.





Vida y obra 

Hay autores cuya vida cabalga al mismo paso que su obra. Existen otros en los que su existencia camina con una orientación y su obra en direcciones que simulan su vida. Flaubert no es el escritor de una sola pieza. Madame Bovary no es Flaubert. Él, es más La educación sentimental y La Tentación de San Antonio. La otra es su primera novela y, por lo tanto, donde vamos a encontrar más aportes del género a las letras, al estilo y a la técnica.   

Jorge Luis Borges le comenta a Adolfo Bioy Casares: Flaubert, después de leer los originales de La tentación de San Antonio a sus dos mejores amigos, Maxime Du Camp y Louis Bouilhet, sobre los cuales tenía grandes expectativas, experimentó un desconcierto mayúsculo. Ambos, con sus opiniones deplorables, casi lo inducen a tirarlo al cesto de la basura. 

Le agregaron, de supuesta buena fe, además, que debía abandonar la ampulosidad y la grandilocuencia, que se dedicara a trabajar un tema más mundano; en palabras coloquiales de los argentinos, más chato. ¡Qué manera de entender el arte! Y Borges remata: a pesar de lo mucho que se esforzaba por escribir de manera impecable, las frases no le salían bien. Cae, como Lugones, en un estilo burocrático que apaga el interés del lector.

Esa será su novela más difundida y reconocida, Madame Bovary, que como ya vimos, nace de una circunstancia y un desengaño, y luego de publicada se ve favorecida por el escándalo, con juicio y todo, debido al recato moral de aquel tiempo. La prensa de la época retrata lo tragicómico del juicio iniciado contra Flaubert.  

Madame Bovary había aparecido serializada en la Revue de Paris, entre octubre y mediados de diciembre de 1856, y mucha gente la encontró obscena. Son célebres las palabras del Fiscal del Imperio de Francia Ernest Pinard, quien se levantó de su silla en la sala saturada de un tribunal –en el inicio del juicio contra Gustave Flaubert, autor, Leon Laurent-Pichat, director de la publicación literaria y Auguste-Alexis Pillet, impresor–, en enero de 1857, para declarar:

El arte que no observa las reglas deja de ser arte; es como una mujer que duerme desnuda completamente. Imponer las reglas de decencia pública en el arte no es subyugarlo, sino honrarlo. 

Los cuatro pecados de los que se acusa al autor de haber incurrido en su obra, son los siguientes: –El amor de Emma por Rodolphe Boulanger, su primer amante. –Su búsqueda de consuelo en la religión, cuando este la abandona. –Su amor por Léon Dupuis, su otro amante. –Y, finalmente, su muerte por suicidio, contrariando la voluntad de Dios.

Todos sabemos las bondades que posee el escándalo para favorecer el gusanillo de la acuciosa curiosidad del gran público.

Mario Vargas Llosa y Gustave Flaubert

Mario Vargas Llosa escribió, en 1975, uno de los trabajos más completos que se han realizado sobre Emma Bovary. Sin lugar a dudas, uno de los ensayos más metódicos, rigurosos y densos que se han dedicado al estudio pormenorizado de esta obra, a lo que contribuye a darle solvencia en el tiempo que sea un laborioso novelista quien se encargue de esta exaltada apología.

Pero, esa es la misma razón –a pesar de toda la brillantez y el talento del nobel peruano–, que me lleva a la conclusión de que no hay nada más devastador del reconocimiento a un maestro, que el hecho de que el escritor se torne esclavo de la admiración de la obra de otro, pues la luz que irradia de los dos compite y termina favoreciendo al iniciado y desaquilatando al seguidor, al punto de invitarlo a uno, a sugerirle a los nuevos lectores, que antes de estudiar a Vargas Llosa deberían necesariamente leer a Flaubert.

La orgía perpetua

Bajo el título La orgía perpetua, Vargas llosa desmenuza analíticamente en tres planos la obra de Flaubert. En el primero, la impresión de simpatía, indiferencia o disgusto que pudiera dejar Emma Bovary en el lector. En el segundo, lo que constituye la novela en sí misma, omitiendo el efecto de su lectura: la historia que es, las fuentes que aprovecha, la manera como se hace tiempo y lenguaje. Y, finalmente, lo que la novela significa, no en relación con quienes la lean ni como objeto soberano, sino desde el punto de vista de las novelas que se leyeron antes y después.

Solo me referiré a dos aspectos, principio y fin del ensayo por razones de espacio: cómo la percibe un novelista de la talla de Vargas Llosa y cuáles piensa él son los grandes aportes de esta obra a la novela moderna. 

Hay en este escritor una admiración tan exageradamente distinguida por Madame Bovary, que hace que la forma en que describe las fases de su enamoramiento por la protagonista se transforme en un amor tan apasionado y narrado con tal virtuosismo y convicción, que paso a paso el lector se convierte en un fiel espectador de las manifestaciones de una relación sutilmente erótica, y tan compenetrada con los sueños y las aspiraciones de libertad de Emma, que al final un lector desprevenido podría llegar a dudar si habla Flaubert, el creador del personaje, o se trata de un amor de Vargas Llosa en su época de destape juvenil.

El amor de Vargas Llosa por Emma Bovary

Su amor por Emma casi raya en la idolatría fetichista cuando la convierte en el protagonista predilecto de todos los personajes leídos y destacados del género –Jean Valjean, David Copperfield, D’Artagnan, entre otros muchos–, solo comparable al Quijote. Sin embargo, Vargas Llosa, hay que reconocer, no hace concesiones a la verdad y castiga en su juicio a uno de sus filósofos predilectos, Jean Paul Sartre, también estudioso de Flaubert, quien escribe El idiota de la familia:

 Tiene demasiados cabos sueltos su ciclópeo esfuerzo y en muchas ocasiones resulta injusto y diletante. Igual acontece con Marcel Proust, a quien reconoce como un grande de las letras francesas, opinión que recoge después, pienso solo con ánimo publicitario o por los desvaríos de su avanzada edad.

La que sigue es una confesión que copio textual del escritor con relación a la obra conjunta de Gustave Flaubert: … aunque todos los libros de Flaubert me gustaron, el único que me sacudió de manera parecida a Madame Bovary fue L’Education Sentimentale. Durante mucho tiempo pensé que era la gran novela de Flaubert (y para quien esto escribe lo es), en la que había abarcado más, y esta opinión es válida en cierto sentido: lo que en Madame Bovary es una mujer y una aldea, en L’Education Sentimentale es una generación y una sociedad. El conjunto es más rico, hay una variedad social y una materia histórica más complejas, una representación más diversificada de la vida y, desde el punto de vista formal, una originalidad y una brujería iguales.

Pero hasta aquí llega Vargas Llosa para retomar su locura de amor, su fetiche: solo falta un personaje carismático como Emma Bovary. Sin embargo, existe Madame Arnoux, que sin duda no tiene la misma fuerza de carácter ni la temeridad ni los sueños de libertad que tanto atraen en un personaje. 

Los aportes a la novela moderna

Para Vargas Llosa son tres los grandes aportes de Flaubert al género novelístico. Para el autor de La orgía perpetua, con Madame Bovary nace el antihéroe. Hasta la aparición de esta obra los románticos no hacían otra cosa que describir la belleza. Lo bello oscilaba entre los registros de los dos extremos: Quasimodo y Esmeralda.

Lo sublime, lo monstruoso, lo excelso, lo atroz son la gran apropiación romántica de la vida y su conversión novelesca en algo que tiene dignidad y que ejerce hechizo artístico. Flaubert, de acuerdo con el autor de este ensayo, llegó a la conclusión de que en el limbo que se alza equidistante entre los arquetipos de Quasimodo y la bella Esmeralda había un espacio que correspondía a la existencia sin brillo, chata y triste de la gente común.

Que no es el mundo de la burguesía, pues la novela balzaciana está plena de personajes que representan todos los estratos de la burguesía. Es algo más ancho, que cubre transversalmente las clases sociales, lo que Madame Bovary convierte en materia central de la novela; el reino de la mediocridad, el universo del hombre sin cualidades. Solo por este hecho, afirma Vargas Llosa, merece la novela de Flaubert ser considerada fundadora de la novela moderna, casi toda erigida en torno a la escuálida figura del antihéroe.

La belleza de la forma

Por otro lado, para llevar adelante el proceso de transformar en belleza algo que por naturaleza parecía antiartístico, Flaubert se valió de la forma. Los románticos se lo habían planteado, pero no lo habían desarrollado intelectualmente; para ellos, la belleza de una obra dependía de factores como la originalidad de los sentimientos implicados en el asunto. Los poetas sí habían reflexionado sobre la importancia absoluta de la forma, pero esto no había ocurrido con la novela, para ese entonces la cenicienta de las artes, alimento para los espíritus corrientes, en contraposición a la poesía y al teatro, mejor valorados por los entendidos y el mundo exigente.

Según Vargas Llosa, Flaubert, el escritor que convertía en novela el mundo de los hombres mediocres y los espíritus bajos, considera que al igual que en la poesía también en la ficción, la fealdad o la belleza las decide la forma. De ahí su excesiva laboriosidad y su obsesión en busca de le mot juste (la palabra exacta). Esa búsqueda casi tormentosa de la palabra exacta hace que sus trabajos se hagan más prolongados que el de cualquier otro escritor. Madame Bovary se comenzó a escribir un 19 de septiembre de 1851 y se terminó el 30 de abril de 1856, según fichas autógrafas que protegen el manuscrito.

Para Flaubert, una frase está lograda cuando es musicalmente perfecta. A través de la prueba del oído. Leía repetidamente en voz alta hasta el cansancio y si no conseguía la armonía esperada, no cesaba de reconstruirla. Afirmaba: si no suena bien, si no es melodiosa y envolvente, si sus virtualidades sonoras no constituyen en sí mismas un valor, no es correcta, las palabras no son las justas, la idea no ha sido cabalmente expresada. Alguien de espíritu muy crítico decía que perdía el tiempo, porque era incapaz de componer un poema.

El estilo indirecto libre

En cuanto a la técnica narrativa, según Vargas Llosa, la crítica unánime ha reconocido la relevancia del estilo indirecto inventado por Flaubert para la novela moderna. Este consiste en acercar tanto al narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe que aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente. 

Siguiendo al escritor de La orgía perpetua…, el estilo indirecto libre es el punto de partida de una serie de procedimientos que, revolucionando las formas narrativas tradicionales, han permitido a la novela describir la realidad mental, representar la vívida intimidad psicológica.

La otra voz: La educación sentimental 

Siento que si Flaubert hubiese escrito su propia biografía novelada habría tenido algunos desencuentros con Vargas Llosa y esa no sería una narración de esa tan del gusto del nobel de literatura, que se cierra sobre sí misma; se trataría de una vida más bien abierta que en ocasiones sugiere lo indeterminado, lo en proceso, para utilizar sus propias valoraciones. 

Si Flaubert fuera el personaje protagonista de su propia historia cada una de sus novelas tendría uno de los tantos personajes que es uno mismo. Pero coincidirían únicamente con los rasgos de la personalidad con los que tan orgullosamente se emparenta Vargas Llosa, con los de la protagonista de Madame Bovary, en esa sola obra.

Me explico. Vargas Llosa, al justificar las identidades emocionales, de inclinaciones y gustos que lo seducen de Emma, de alguna manera niega los rasgos distintivos del  Flaubert que le da compactación a toda su obra: entre la descripción de la vida objetiva y la vida subjetiva, de la acción y la reflexión, me seduce más la primera  que la segunda, y siempre me pareció hazaña mayor la descripción de la segunda a través de la primera que a la inversa –prefiero a Tolstoi en lugar de a Dostoievski–, la invención realista a la fantástica y, entre irrealidades,  la que esté más cerca de lo concreto que de lo abstracto. 

Y más adelante refuerza sus filiaciones emotivas y de carácter de la siguiente manera: Lo que fuerza más mi admiración por su inapresable figurilla [Emma] tiene que ver con algo que ella y yo –dice el nobel– compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra.

Si esas inclinaciones hacen coincidir los gustos, los deseos y las aspiraciones en las especiales circunstancias de gestación de Madame Bovary, no son las mismas que identifican y motivan por excelencia a Flaubert en el conjunto de su obra y especialmente en dos de sus libros más importantes, como lo son La educación sentimental y La tentación de San Antonio. 

Casi todos los críticos coinciden en que, en los rasgos definitivos de la personalidad de Flaubert, es fácil identificar –a pesar de que él declare solemnemente su materialismo– algunas constantes en su vida muy opuestas de las que tanto le gusta emparentarse a Vargas Llosa con Madame Bovary: Flaubert, siempre privilegió el deseo sobre la realidad, la imaginación sobre lo tangible, y lo potencial sobre lo actualizado. 

Por eso su correspondencia dista del esmero que ponía en sus obras. En ellas hay más bien hartazgo, liberación de sus oscuridades, frustraciones, contradicciones y su ira contra las limitaciones del ser humano y el fracaso de su generación.

He intentado vivir siempre en una torre de marfil. Pero una marea de mierda rompe contra sus muros y la está derribando. No se trata de la política, se trata del estado mental de Francia… El artista no debe tener patria, ni religión, ni tan siquiera convicción social.

La crónica de una generación 

Disminuida solo a una historia de amor, a la crónica de un gran amor, romántico, platónico, inconcluso, a medio camino entre el amor y el placer, La educación sentimental debería ser considerada una de las mejores novelas del siglo XIX. 

Lo que le pone alas para que esté por encima de esa única consideración, es haber servido de cauce al fluir de una época: la de la revolución de 1848, que vivió Flaubert y su generación cuando rondaban los 25 años. 

No me cabe duda de que de todas las novelas de Flaubert, donde se ve correr más de su sangre y más los auténticos matices de su vocación literaria y de ese estilo que tanto exaltan los especialistas es en La educación sentimental y en La tentación de San Antonio, para buena parte de la crítica, sus dos obras más personales.

Flaubert, en La educación sentimental, cuenta la historia que según sus propias palabras devastó su alma: la crónica de su gran amor por Elisa Schelesinger, a través de la pareja Frédéric Moreau y Madame Arnoux. Tenía Flaubert quince años cuando en la playa de Trouville se vio deslumbrado por su presencia y el destino, que a veces es benevolente, le concedió la posibilidad de salvarle el chal de la agitación de la marea.

Era ella once años mayor que él y muy bella según Flaubert, aunque un retrato de Devéria –dice el crítico Miguel Salabert en el prólogo a una edición de 1981– que la muestra con su hijo, no nos induzca, en este caso, a compartir los patrones de belleza del autor de Madame Bovary.

Según Zola, las aventuras de Flaubert con las mujeres duraban muy poco. Lo decía él mismo; había llevado como una pesada carga las relaciones amorosas de su existencia. Las mujeres, además, sentían que era la parte femenina, bromeaban con él y lo trataban como un camarada.

La única relación que se prolongó en el tiempo fue la de Louise Colet, once años por coincidencia mayor que él, como Elisa; era la madre dominante y agresiva. Para Miguel Salabert, la relación se mantenía gracias a la distancia y a lo espaciada, por eso es tan abundante la correspondencia entre ellos. Las hazañas sexuales de las que tanto alardeaba en privado el escritor solo eran posibles, al parecer, por ser ella quien tenía fama de avanzada en los asuntos, quien asumía el rol masculino.

En todo, las relaciones entre Frédéric Moreau y Madame Arnoux están determinadas por la pasividad de ambos. A ciencia cierta, ambos son más actuados que actores –según Salabert. Esa pasividad es en Frédéric tan inhibitoria y bella, hasta el punto de hacerle combatir como algo religiosamente imposible, como algo sobrehumano para él, la tentación de levantarle siquiera la falda. Y aquí, en una página de la obra, suena indistinto que lo dijera el autor o Frédéric, esta solemnemente expresada bella frase romántica: La acción para algunos hombres es tanto más impracticable cuanto más fuerte es el deseo.

El arte y la historia en La educación sentimental

Al consagrado valor artístico de La educación sentimental, sustentado en la continuación y el perfeccionamiento   de las contribuciones al estilo, la técnica y la estética iniciadas con Madame Bovary, trabajo que hizo para Flaubert de su oficio una verdadera tortura y que le llevó a reescribir siete veces el primer capítulo de aquella novela, hay que agregar su inmenso valor histórico.

No hay historiador que se precie de tal, que haya podido hacer a un lado los aportes de la novela de Flaubert como parte de una proyección visual y vivencial de los acontecimientos de 1848. Su valor histórico obliga a hacer mención de una carta dirigida por el escritor a un filósofo, historiador y crítico muy representativo de su tiempo, Hippolyte Taine, en 1867, cuando este presentó su libro Del ideal en el arte:

Una frase suya me sublevó en otro tiempo: la de que una obra no tenía importancia más que como documento histórico. Me parece que aquí, al contrario, en este libro, da usted mucha importancia al arte en sí, y tiene usted razón, yo así lo creo. En efecto, una obra no tiene importancia más que en virtud de su eternidad; es decir, que mientras más capaz sea de representar a la humanidad entera de todos los tiempos, más bella será.

Miguel Salabert sostiene que La educación sentimental es la historia de una generación, de su fracaso y su frustración. Es la parte de la historia que dejó huella subjetiva en quienes eran jóvenes en 1848. Hay quienes, sin justificación sostenible, históricamente han comparado aquella revolución con el Mayo francés de 1968. Aunque inaceptable la comparación entre una revolución y una rebelión también fracasada que pretendía tomar el cielo por asalto y cambiar el mundo, los temerarios en materia de ficción se atreven a extraer algunas imágenes del álbum de escenas de aquella época, pero que perfectamente encajarían en los escenarios extremistas y patéticamente ingenuos del Mayo francés:    

Baudelaire, subido en lo alto de una barricada en la calle de Buci, reclamando el fusilamiento del general Aupick (su padrastro), gobernador de la Escuela Politécnica. O la de Jules Valles, con sus dieciséis años, exigiendo la abolición radical del bachillerato.

Dos reflexiones vitales para acercarnos más a Flaubert

Albert Thibaudet resaltó con insistencia en su clásico Gustave Flaubert, una prenda que resulta de mucho valor para entender por qué el gran público se ha interesado más por Madame Bovary, siendo de mucha más relevancia artística e histórica La educación sentimental.

La explicación está ligada, según este reconocido crítico de la época, a la manera como se desarrolla el motivo y ritmo del sueño en La educación sentimental –en el viaje nocturno en diligencia, la búsqueda de Regimbart, el baile de la Mariscala, falso sueño que empalma con otro verdadero–, y señaló el contraste entre Frédéric y Emma Bovary:

Emma sueña con la vida, pero no sueña su vida, ella la sueña patéticamente y la prueba suprema de ella es su suicidio. Por eso Madame Bovary se ha impuesto más al público, que lo que pide a una novela es que le dé la ilusión de la realidad, y no que le dé a entender que la realidad es una ilusión.  

En respaldo del severo juicio proustiano sobre su intercambio epistolar, que en nada corrobora su enorme talento literario, es lugar común de la crítica atacar con severidad su correspondencia, publicada póstumamente, pues en palabras de otros entendidos, solo contribuyó a contaminar su obra novelística con sus ideas personales; con el atenuante agravado por la intrincada y apasionada cantidad de contradicciones que ofrecen, sin poner énfasis en muchas de las insinceridades que manifiesta sin recato. La conseja literaria: no hay que confundir la obra literaria de Flaubert con sus ideas personales.

En lo particular, he sido poco amigo de leer la correspondencia antes que una obra, acostumbro a hacerlo después, por lo que disfruto mucho cuando el artista confirma su trabajo respaldado en su vida personal. Cuando no es así, como es el caso de Flaubert, también lo hago con gran placer, porque siempre he sentido que uno es muchos y en ocasiones hay escapes que no te permite el entorno, ni tienes los amigos o la amante a quien gritarle maldiciones, incongruencias y desvaríos que los tenemos todos y no los escribimos; solo en voz muy baja, casi imperceptible, se los comentamos a los otros, a los que no vemos, pero sabemos que están ahí. Como estos:

La única manera de vivir en paz consiste en situarse en un brinco por encima de la humanidad entera, y no tener ningún contacto salvo una mirada de vez en cuando… No queda otra cosa que una muchedumbre canalla e imbécil. Todos nos hemos hundido y nivelado en la mediocridad. (…) La humanidad siente pasión por el embrutecimiento moral, y eso me revienta porque formo parte de ella.

A manera de epílogo

Henry James, según Vargas Llosa en La orgía perpetua, el novelista-artista por excelencia, el más inteligente y refinado de los narradores para su época –para mí uno de los más sofisticados en el uso del lenguaje, pero su prosa tan seca y desangelada para transmitir calor humano como una pelota de baseball saturada de perrubia– consideró a Flaubert, a quien conoció en vida, el novelista de los novelistas, destacando el esplendor artístico que, gracias exclusivamente  a Madame Bovary, adquirió  el género novela.

Pero para el mismo James, en un ensayo que escribió titulado French poets and novelists, según el mismo Vargas, había estampado una barbaridad: La educación sentimental no tiene ningún interés. Desconozco esta obra y por lo tanto los argumentos de James para afirmar semejante dislate, pero resulta imperdonable en alguien a quienes sus contemporáneos y hasta el mismo Joseph Conrad, solía llamar maestro. Pensemos que los “horrores” también son parte del conocimiento y la sabiduría, simplemente son de humanos. 

La lectura esteticista de Flaubert tiene una filiación que lo supera y llega a nuestros días y se proyecta en el horizonte y para siempre: Marcel Proust, para quien aquel es sobre todo un maestro de estilo, un narrador capaz de consustanciarse con lo que describe, de desaparecer en el objeto de su descripción, lo que dice, es la única manera de dar vida y verdad a lo descrito. 

Proust dice de él en sus Crónicas: No me cansaré de señalar los méritos de Flaubert… porque encuentro en él la coronación de mi modesta investigación, es que sabe dar con maestría las sensaciones “del Tiempo”. En mi opinión la cosa más hermosa de La educación sentimental no es una frase sino un claro. 

Flaubert acaba de describir, de relatar, durante largas páginas, las más minuciosas acciones de Frédéric Moreau. Frédéric ve como un agente se abalanza con su espada sobre un rebelde que cae muerto. “Y Frédéric sorprendido, ¡reconoció a Senecal!” aquí un “claro”, un “claro” enorme y sin sombra de transición, de pronto, la medida del Tiempo, haciéndose, en lugar de cuartos de hora, años o décadas, – para demostrar un extraordinario cambio de velocidad sin preparaciones–.

La obra de Flaubert permitió por primera vez, a través del estilo indirecto libre, representar directamente la vida de la mente, para mostrar cómo, a partir de un estímulo cualquiera de la realidad, la mente humana rescata a través de la memoria experiencias extintas. Como toda sensación, sentimiento o hecho profundamente vivido no es algo aislado, sino la apertura de un proceso al que el recuerdo, a lo largo del tiempo, irá añadiendo sentidos y significaciones según sobrevengan nuevas experiencias –sentencia Vargas.

Siento que en La educación sentimental, y en toda la novelística que inauguró Flaubert, hay muchos de los antecedentes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. El auténtico genio de la novela moderna.

Todos los aportes al género de la novela de Flaubert se convertirán en antecedentes de la prodigiosa aventura de Marcel Proust, que este complementará con lo que, para el desarrollo de su obra En busca del tiempo perdido, más de medio siglo después se conocerá como la memoria involuntaria: un tipo de memoria que no puede evocarse a voluntad y que escapa al dominio de la inteligencia.

León Sarcos, abril 2024