Garganta Profunda, el espía que filtró los secretos que derrumbaron a Nixon y fue un misterio durante tres décadas

Garganta Profunda, el espía que filtró los secretos que derrumbaron a Nixon y fue un misterio durante tres décadas

Mark Felt, el número 2 del FBI, se convirtió en Garganta Profunda y reveló los secretos del caso Watergate que empujó la caída de Nixon (Getty Images)

 

Y un día, harto del silencio y del secreto, sobre el filo de su larga vida, decidió hablar. Tres décadas de secreto le parecieron demasiado secreto. Dio un reportaje a la revista Vanity Fair, que fue publicado el 31 de mayo de 2005, hace dieciocho años, y que llevaba un título revelador, el que todos esperaban en Estados Unidos y en buena parte del mundo que había seguido el ya legendario Caso Watergate, un escándalo todavía proyectaba su sombra ominosa sobre la política, y condicionaba al poder, a la prensa y a las relaciones entre ambos.

Por infobae.com





El título revelador de Vanity Fair decía: “Yo soy el tipo al que llamaban Garganta Profunda”. Al lado, estaba la fotografía de Mark Felt, que había sido el número dos de la Oficina Federal de Investigaciones de Estados Unidos, el FBI, y que se había convertido en la fuente de información secreta de Bob Woodward, por entonces joven periodista del Washington Post, que investigó, junto a su joven colega Carl Bernstein, el caso que sacudió a la sociedad americana y terminó con la renuncia a la presidencia de Richard Nixon, el primero, hasta ahora el único, de los presidentes de Estados Unidos en renunciar.

La historia hay que contarla de nuevo. Porque hace muchos años que pasó y porque es apasionante recordarla. El 17 de junio de 1972, cinco ladrones entraron al edificio Watergate de Washington, y a las oficinas del cuartel general del Partido Demócrata, rival del Partido Republicano al que representaba Nixon. No eran ladrones. Eran agentes de la CIA contratados por la Casa Blanca para pinchar los teléfonos de sus rivales e instalar micrófonos que permitieran monitorear sus conversaciones. Algo por completo ilegal, pero que financiado y sostenido por el presidente de Estados Unidos, aparecía como mucho peor.

Los pescaron a todos y los pasaron a disposición de un juez que les tomaría declaración al día siguiente, domingo 18, en un juzgado de la calle Quinta de la capital americana. Todos dijeron que eran plomeros. Era una broma interna. La Casa Blanca los había contratado para evitar filtraciones a la prensa y uno de ellos, Frank Sturgis, decidió que si estaban destinados a evitar filtraciones debían llamarse a sí mismos plomeros. Eso dijeron a la policía cuando los detuvieron y cuando les secuestraron, entre otras un aparataje infernal destinado a escuchas telefónicas, quinientos dólares a cada uno, todos en billetes nuevos, de cien dólares y con numeración correlativa. Era algo demasiado inusual.

Además de Sturgis, integraban el grupo de plomeros, Bernard Baker, también de la CIA, Virgilio González, contratado por la agencia de inteligencia, Eugenio Martínez, un mercenario anticastrista que había llegado desde Miami y un pez gordo, muy gordo: James McCord, oficial de la CIA y, en esos días, jefe de seguridad de la campaña de reelección de Nixon. El tiempo y la Justicia probarían que los dólares nuevos de los “plomeros” provenían de la recaudación diaria del fondo de CREP (Comité por la Reelección del Presidente).

En el Post sonó la alarma. Lo que primero se había tomado como un asalto común a una dependencia de los demócratas, pasó de inmediato a ser lo que era: un asalto al Comité Nacional de ese partido. Woodward fue enviado al juzgado, mientras Bernstein hablaba con sus fuentes en Miami para averiguar el pasado de algunos de los “plomeros”. En la tarde de ese día, cuando el juez preguntó por su profesión verdadera a los detenidos, McCord no tuvo más remedio que admitir que trabajaba, o había trabajado, para un organismo del gobierno. “¿En cuál servicio del gobierno?”, quiso saber el juez. Y, en un susurro, McCord dijo: “En la CIA”. Woodward, que había buscado una mejor ubicación mejor en la sala, lo escuchó con claridad y pegó un salto: “Mierda, la CIA”, dijo. Y marchó hacia el Washington Post. Así empezó la investigación del Caso Watergate.

Más historia. En mayo de ese año, un mes antes de la incursión de los “plomeros” en Watergate, murió en su cama quien había sido por muchos años el jefe del FBI, J. Edgar Hoover, dueño de muchos secretos. Muerte natural mientras dormía, dijeron los partes oficiales. Y en esos casos mejor no preguntar. Pero la casa de Hoover fue invadida por agentes del FBI al mando del temido, y controvertido, jefe del contraespionaje americano, James Jesus Angleton: los agentes se alzaron con casi todos los archivos de Hoover.

Mark Felt era el número dos del FBI y esperaba, ansiaba también, ser nombrado en su lugar. Pero Nixon eligió a L. Patrick Gray como director interino y lo confirmó el 17 de febrero de 1973: Gray había sido un aliado de Nixon en la campaña electoral de 1960 que perdió frente a John Kennedy.

Relegado y, tal vez, resentido, Felt tuvo acceso a toda la información oficial sobre el Caso Watergate y decidió contar lo que sabía a Bob Woodward. Ambos se conocían. A principios de 1970, Woodward era un joven oficial de la Armada al servicio del almirante Thomas Moorer, titular del Estado Mayor Conjunto, y enlace del almirante con la Casa Blanca. Fue en los pasillos alfombrados de azul o de rojo, según las dependencias, donde Woodward y Felt trabaron amistad. El joven periodista del Post tuvo oro en las manos: un informante de primera línea, que soltaba información muy valiosa, si bien con cuenta gotas, y a quien el periodista no podía nombrar, aunque podía acercarse a su identificación, sin revelar o dar pista alguna sobre su identidad. Para el Post, Mark Felt fue “Una fuente de la Rama Ejecutiva que tenía acceso a la Casa Blanca y al CREP (Comité por la Reelección del Presidente)”, lo que era verdad. Pero, en la intimidad, para Woodward y para Bernstein, la fuente pasó a ser Garganta Profunda.

Para leer la nota completa pulse Aquí