Cuarenta años sin pudrirse: el macabro misterio tras el cadáver del papa Juan XXIII

Cuarenta años sin pudrirse: el macabro misterio tras el cadáver del papa Juan XXIII

El cuerpo del papa Juan XXIII permanece expuesto en el altar San Jerónimo durante una misa celebrada en la Basílica de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano – ABC

 

La noticia, no por esperada, dejó de estremecer al mundo. El 3 de junio de 1963, el cielo recibió un nuevo ángel. «Ha muerto el Papa», informaba ABC una jornada después. Juan XXIII expiró tras setenta horas de agonía. Su despedida fue serena: «Cristo me acoge. Estoy al lado de Jesús. Ya está, estoy dispuesto a partir». Aunque sus últimas palabras fueron una petición: «Dejadme a solas con el Señor». Después, el cuerpo del Sumo Pontífice que había regalado a la Iglesia el revolucionario Concilio Vaticano II fue revestido con los hábitos de rigor y trasladado a la Basílica de San Pedro, su lugar de reposo eterno.

Por abc.es





El papa Juan Xxiii, durante su ceremonia de coronación en el año 1958 – ABC

 

Allí permaneció Juan XXIII, inmóvil y sereno, durante casi cuatro décadas, hasta enero 2001.

Fue entonces cuando unos operarios se percataron de algo que les dejó ojipláticos durante un reconocimiento canónico previo al traslado de sus restos a una capilla del templo. «Su rostro está intacto a pesar de que no se le embalsamó al morir», afirmaba este diario en marzo, cuando la noticia saltó a los medios de comunicación. Lo mismo sucedió con su cuerpo, según confirmaron las autoridades vaticanas: el tiempo no había pasado para él, no había señales de descomposición. El conocido como ‘Papa bueno’ estaba incorrupto, casi esperando la llegada de sus visitantes.

«Los que han podido ver el cadáver de Juan XXIII han descubierto su rostro con los ojos cerrados, la boca levemente entreabierta y los mismos rasgos con los que falleció en junio de 1963, a los 82 años y tras cuatro y medio de pontificado», explicaba ABC. La noticia la corroboraban los técnicos y las autoridades que habían estado presentes en el reconocimiento. Entre las mismas se hallaba el secretario de Estado del Vaticano, Angelo Sodano. No había exageración o falacia. El Sumo Pontífice parecía eterno, y no era ua metáfora. «Tras el reconocimiento del cadáver, la caja fue cerrada de nuevo herméticamente y revestida de material plástico, a la espera de su definitiva instalación en la Basílica», completaba el periódico.

Y luego, lo esperado: estalló la locura. El primero en avivar las llamas fue el cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, al confirmar que no era descartable que hubiera «algo de milagroso» en el hecho de que el cadáver estuviese intacto. El cardenal Virgilio Noé, arcipestre de la Basílica de San Pedro, intentó llamar a la calma, pero no pudo negar que le había embargado un sentimiento de profunda emoción cuando se percató del hallazgo. Aunque por entonces tan solo se planteaba el traslado del cuerpo del Papa Roncalli hasta la capilla de San Girolamo, se empezó a barruntar la posibilidad de que sus restos fueran expuestos de nuevo a los fieles.

Lo sorprendente del hallazgo hizo que así fuera. El 3 de junio de ese mismo año, treinta y ocho después de que fuera inhumado, el cuerpo del Papa volvió a ver la luz del día. De buena mañana, a las 9:45, sus restos fueron depositados en una colosal urna con unos cristales antibalas clarificados. Una capa de cera le protegía el rostro, que había adquirido cierto aire plástico. Era un trámite necesario, según explicó ABC, por mera protección. «Los restos mortales fueron expuestos en una urna de más de 450 kilos de peso ante los más de 30.000 fieles que se congregaron para asistir a la misa de Pentecostés oficiada por Juan Pablo II», explicaba ABC.

Juan XXIII reposó en el Altar Mayor de la plaza de San Pedro mientras otro titán de la Iglesia como Juan Pablo II oficiaba la ceremonia. Una y otra vez se escuchaban los mismos vítores. «¡Es un milagro!». Y, tras el baño de masas, el cadáver fue llevado de nuevo a la basílica entre aplausos, dónde la urna fue colocada delante del altar de la Confesión, en el centro del templo. Allí, cientos y cientos de feligreses pasaron para darle su último adiós durante ocho horas. A los lados de la urna, elaborada en bronce y metal, custodiaban el cadáver del ‘Papa bueno’ un séquito de monjas y sacerdotes. La frase era la misma: «¡Este hombre es un santo!».

El punto y final del Papa incorrupto arribó un suspiró después. Ya durante la noche cerrada, la urna fue depositada en la Basílica de San Pedro, resguardada por la mirada atenta de la estatua del santo que le daba nombre. Así lo narró ABC: «Al término de la ceremonia, los restos fueron llevados hasta el interior del templo, donde lo acogerá su morada definitiva, bajo el Altar de San Jerónimo. Fue Juan Pablo II quién decidió trasladarlos a este lugar después de haber sido enterrado en las grutas vaticanas». Y allí permaneció hasta que, en 2018, fue enviado a su ciudad natal.

El misterio podría haberse quedado en ese punto. Sin embargo, la verdad terminó por abrirse camino. Y apenas unas horas después de que se desvelara la noticia de que el cadáver estaba incorrupto. El hombre que puso luz sobre el enigma fue el profesor Gennaro Goglia. A sus 78 años, gritó a los cuatro vientos que él fue el artífice del milagro al haber inyectado un líquido especial en las venas del Sumo Pontífice una vez fallecido en 1963. Fue después de que el Vaticano le llamara y le rogara mantener el secreto. Hasta tal punto, que se despidió de su familia sin explicarles a dónde iba. Él y su equipo actuaron después de que se elaborara una máscara mortuoria Roncalli.

Goglia definió aquel trabajo como «macabro», pero se sintió honrado de que hubieran contactado con él. El proceso fue bastante sencillo. El médico ubicó un cubo de plástico cerca del cuerpo. De él salía un tubo que terminaba en una aguja. Esta fue introducida en la muñeca de Juan XXIII. Así, un cóctel de alcohol etílico, formalina y hasta siete ingredientes más penetraron en el cadáver. En total, diez litros acabaron dentro de su cuerpo a través del brazo y del estómago. Fueron cinco o seis horas. Poco más. Tan solo añadió que el equipo decidió que el Sumo Pontífice mantuviera su propia sangre y que, según tenía entendido, tras su exhumación había sido momificado para mantener el buen aspecto en la ceremonia en la plaza.