Roger Pilon y Aaron Rhodes: Una oportunidad perdida en la lucha por los derechos humanos

 

Hace un año, cuando el Secretario de Estado Mike Pompeo anunció la creación de una Comisión acerca de los Derechos Inalienables para que lo asesore acerca de cómo la política estadounidense de derechos humanos podía volver a estar centrada en los principios fundadores de la nación, el establishment de derechos humanos que se inclina hacia la izquierda protestó, temiendo que la medida amenazaba no solo a los derechos de las mujeres y las minorías LGBTQ, sino al mismo firmamento de los derechos humanos internacionales. Aún así el largo reporte que el secretario presentó recientemente en el Philadelphia National Constitution Center sugiere que tienen poco que temer, a pesar de su renovada furia. El reporte no promueve la restricción de los derechos de las mujeres o minorías sexuales, pero si pasa por alto una contradicción en el núcleo de nuestra política de derechos humanos, y he allí un problema, con implicaciones que son más que teóricas.





No se equivoque, este borrador de reporte es sofisticado y bien argumentado. Procediendo de manera cronológica, empieza con la teoría moral y política que forma la base de la nuestra Declaración de la Independencia, ubica esa teoría en la Constitución, y luego se enfoca en nuestras correcciones posteriores a la Guerra Civil. No endulza nuestra historia, pero tampoco deja de resaltar el papel que jugaron los derechos de propiedad, la libertad religiosa, las instituciones democráticas, y la virtud cívica en asegurar nuestros derechos inalienables a la libertad, que anteceden al estado.

Pero el reporte se vuelca luego a a los muy distintos derechos reglamentarios que surgieron durante la Era Progresiva y del New Deal de EE.UU., reflejando las “Cuatro Libertades” de Franklin Roosevelt, incluyendo la “libertad del miedo y de la necesidad”. A diferencia de nuestros derechos inalienables, estos “derechos sociales y económicos” de redistribución no son algo que se pueda universalizar. Son creados por legislaturas para resolver problemas sociales percibidos. Pero conforme la demanda de estos crece, los gobiernos crecen y su libertad cede.

A favor del reporte está el hecho de que este reconoce esta cuestión. “Los derechos sociales y económicos son más compatibles con los principios fundamentales cuando estos sirven como mínimos que permiten que los ciudadanos ejerzan sus derechos inalienables, cumplan con sus responsabilidades, y se involucren en el auto-gobierno. Son menos compatibles cuando inducen la dependencia del estado, y cuando, al expandir el poder estatal, coartan la libertad”.

Está bien. Pero el reporte se contradice cuando llega al documento fundamental del movimiento moderno de los derechos humanos —la Declaración Universal de Derechos Humanos donde estos “derechos de bienestar” aparecen al lado de los derechos inalienables a la libertad denominando los principios de la Declaración Universal como “altamente compatibles” con la propia tradición de derechos de EE.UU.: “De hecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos pertenece a la misma tradición moderna de la libertad que la Declaración de la Independencia, la Constitución de EE.UU., y la búsqueda de la nación de honrar sus principios fundadores”.

Esto podría sorprender a los estadounidenses desde la fundación hasta las generaciones de los derechos civiles que lucharon por la libertad del estado, no por la dependencia de este. Tal vez los comisionados pensaron que era políticamente incorrecto presionar la contradicción entre estos dos tipos de derechos. Pero el problema práctico es que al respaldar el dogma de la ONU —“la indivisibilidad de los derechos humanos”— no solo están poniendo esos derechos sociales y económicos legislados al nivel de nuestros derechos inalienables a la libertad, sino que los brutales regímenes autoritarios pueden jactarse de su respaldo a los derechos sociales y económicos incluso conforme ellos reprimen la libertad de sus ciudadanos —y todo en el nombre de los “derechos humanos”.

Peor aún, los compromisos enquistados en la Declaración Universal de Derechos Humanos abrieron la puerta a los mismos tiranos que se suponía que debía exponer no solo para envolverse en el manto de los derechos humanos sino para sentarse y tomar control de las instituciones que surgieron a partir de dicha declaración. De hecho, la original Comisión de Derechos Humanos de las Naciones unidas estaba tan corrompida por esos regímenes que fue reemplazada en 2006 por un Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde la corrupción solo empeoró a tal punto que EE.UU. se retiró hace dos años.

De hecho, solo un día después de que el reporte de la comisión fue publicado, aprendemos a través de un artículo de Newsweek escrito por el observador de la ONU Hillel Neuer que China, país que encabeza el proceso de veto del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, fue capaz de asegurar que su candidato se convierta en el próximo monitor de la ONU para la libertad de expresión.

Al final del día, si se pretende que este borrador de reporte ayude a re-enfocar la política de derechos humanos de EE.UU. sobre los principios fundadores, sus autores tendrán que ponerle el cascabel al gato. Esto es así dado que la contradicción de 1948 entre los derechos inalienables a la libertad y los derechos redistributivos modernos debe ser enfrentada, especialmente considerando que esta presta legitimidad a los regímenes autocráticos. Las personas conocen la diferencia entre los dos tipos de derechos. La ponen en evidencia cuando votan con sus pies, donde pueden —esta es una pregunta muy relevante ahora en Hong Kong. Pero, ¿qué hay de la temida amenaza a los derechos de las mujeres y las minorías LGBTQ, sobre las cuales este reporte guarda un silencio casi total? Irónicamente, porque el reporte efectivamente suscribe el dogma de la indivisibilidad de los derechos de la ONU, este le da la mayor cobertura a los regímenes que son la mayor amenaza contra las mujeres y la comunidad LGBTQ. Aquellas comunidades estarían mejor atendidas montándose en la agenda de la libertad que los fundadores de EE.UU. pusieron a andar en 1776.


Roger Pilon es el vicepresidente para asuntos legales y publica el Cato Supreme Court Review, publicación que fundó en 2001. Hasta 2019, fue director del Centro de Estudios Constitucionales del Cato Institute.

Aaron Rhodes, es presidente del Foro para la Libertad Religiosa en Europa, fue el director ejecutivo de International Helsinki Federation for Human Rights entre 1993 y 2007 y es autor del libro The Debasement of Human Rights: How Politics Sabotage the Ideal of Freedom (Encounter Books, 2018).

Este artículo fue publicado originalmente en Real Clear Markets (EE.UU.) el 25 de julio de 2020.