En la tarde del miércoles, Yoselkis Morillo todavía pensaba que su hermano podía estar vivo: cuando leyeron afuera de la morgue del hospital José Gregorio Hernández la lista de los 37 masacrados de Puerto Ayacucho, su nombre estaba entre los últimos.
Por Marcos David Valverde / Correo del Caroní
A medida que los mencionaban, la respiración se le entrecortaba: con un nombre más aumentaba la posibilidad de que no fuera él. Hasta que escuchó: Juan Carlos Conde Morillo. Allí tuvo la primera certeza.
Las horas avanzaban y todavía no le entregaban el cadáver de su hermano. Hasta que un forense se asomó. “Faltan tres cuerpos por identificar. Si hay familiares aquí que no hayan encontrado, pueden pasar a verlos”.
Entró con su mamá a la sala de autopsias. Lo que vio le contrajo las entrañas: sobre una mesa estaba un cuerpo que tenía una cicatriz en el pecho. Como esa cicatriz inconfundible que tenía su hermano. Los lunares le corroboraron que, en efecto, era él. Pero fue lo único que le sirvió: la cabeza estaba destrozada. Y una de las piernas, desprendidas.
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