Norberto José Olivar: Lucifer Circus

Norberto José Olivar: Lucifer Circus

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«Estaba buscando un sitio tranquilo para morir», dice Nathan Glass en la Obertura de Brooklyn Follies. Un sitio así sería perfecto para vivir, piensa uno. Yesperar a la muerte con cierta serenidad es darse la buena vida. En cambio, los lugares signados por ella —la muerte— son invivibles. Y a la muerte no suele esperársele porque está siempre allí. Es su territorio.

 





II

La historia es perfecta para la colección gótica de Valdemar: Jesús Gonzáles, gallego, se viene con su mujer, María Liz, a Venezuela. Antes ha contratado a un sicario —a través de un amigo, en Caracas: el sitio perfecto para matarla con tranquilidad—, a quien llaman El Poeta. Decidió asesinarla y cobrar el seguro. El lugar escogido para consumar la idea, a precio justo (dos mil euros) y con un 90 por ciento de posibilidad de salir airoso (impunidad), es un barrio de Maracaibo: La Lechuga. Si el señor González perteneciera al selecto grupo del 0,017 por ciento, del planeta lector, habría caído en la cuenta del reguero que dejaba semejante opción.

II

No voy a ahondar en detalles, quien los quiera que vaya a los libros: en Los enamoramientos, de Javier Marías, se relata con precisión enfermiza lo inconveniente que resulta contratar sicarios para sacar del medio a uno de los cónyuges. Imposible no dejar rastro. Pero la muerte de María Liz me resulta rodeada de otros guiños grotescamente literarios. El nombre del barrio, por ejemplo, La Lechuga, me hace pensar en Aire de Dylan, y de cómo Vila-Matas mata a la esposa de Lancastre ahogada con una hoja grande de esta planta hortícola, símbolo de una vida saludable y aspecto lozano: «¿Obra de Dios o de Shakespeare?». Método trasplantado, a su vez, de «Los amantes de círculo polar», de Julio Medem, si no recuerdo mal y confesado por el autor, aunque no estoy seguro de esto último. Pensé, además, en Thomas De Quincey y su insolente ensayo titulado El crimen entendido como una de las bellas artes y me escandaliza cómo un homicidio nos deja en la total indiferencia. Parecemos los caballeros del Club Diógenes, arrellenados en nuestras poltronas, completamente enmudecidos mientras leemos la página de sucesos. O miramos los tuits que dan cuenta de los muertos del día, o de los que bregan con cierta desesperación (¿y desesperanza?) para que no nos olvidemos de tantos difuntos recientes. Bien dijo Saramago que había que anteponer la palabra «horrendo» a la de «asesinato» como si los hubiera hermosos o no tan desagradables y, de paso, ver si así nos espabilaba el hecho. Recuerdo, también, a poetas y escritores asesinos. Pienso, al menos, en William S. Burroughs que, en un ejercicio de puntería mató a su mujer. Y luego dice que sin esa experiencia no habría sido el escritor que fue. Puede que entonces, Jesús González, nos sorprenda en los próximos meses con una extraordinaria novela negra o algún folletín convertido en best sellers.

 

III

Las estadísticas no son ficción. Hace dos años, mi amiga Milagros Socorro las publicó en su artículo Contra mitos y risitas: En 1998 se cometían en Venezuela 19 homicidios por cada 100 mil habitantes; en 2011, subió a 67 homicidios por cada 100 mil habitantes. Somos el tercer país del mundo en muertes violentas. Habría que actualizar las cifras, pero ya sabemos de las ronchas que le producen las estadísticas a la revolución.

 

IV

Se necesita de mucha tranquilidad para hablar de la muerte. Y más para pensar en ella. Pero una cosa es la muerte que uno lleva adentro y otra la muerte que se adueña del mundo exterior. La de afuera no deja que uno piense en la otra. En la interna. Entonces el miedo es social y no metafísico. Y cuando nos olvidamos de ese miedo metafísico, sencillamente, nos olvidamos de la vida y nos escondemos. Dejamos de vivir y pasamos al modo zombi. Literalmente.

 

@EldoctorNo