Luis Marín: La utilidad del fascismo

Luis Marín: La utilidad del fascismo

thumbnailLuisMarinEl régimen y su oposición oficial se acusan recíprocamente de ser “fascistas”; pero ambas acusaciones son falsas. Uno es comunista, una suerte de filial del régimen castrista de La Habana; los otros son en su mayoría socialdemócratas, con la excepción del partido COPEI que es de la internacional demócrata cristiana y Primero Justicia, cuyo referente internacional es el PP de España y quizás el PAN de México, ambos de corte humanista cristiano.

La pregunta es: ¿Por qué esta doble falsedad se ha impuesto tan sólidamente en el discurso político venezolano? Tanto, que la posición de la Iglesia Católica o de la Compañía de Jesús, se resume diciendo: “El peligro actual de América Latina no es el comunismo sino el manejo inhumano del poder y del capitalismo con lo que se empuja a grandes sectores de la población desesperada a dar apoyo a dictaduras populistas y fascistas.”

Por las calles de Caracas se pasean numerosos autobuses con grandes inscripciones que rezan: “Unidad dañada por el fascismo y recuperada por la revolución”; con lo que ya es imposible saber qué será lo que el régimen y su alternativa democrática entienden por “fascismo”, pero seguro que no es algo descrito racionalmente en la historia de las ideas políticas sino una suerte de enemigo imaginario, tan maligno como omnipotente.





¿Cómo es posible explicar que en Venezuela haya tantos antifascistas y en cambio no haya ni un solo fascista reconocido o reconocible? Jamás hubo en este país un partido o movimiento fascista, ni siquiera cuando era la ideología de moda en Europa.

En sentido estricto, el fascismo sólo existió en Italia entre 1919 y 1945, con algunas variantes de partidos y movimientos centro-europeos con esa inspiración, que indujeron a Mussolini a declarar solemnemente que “el fascismo no se exporta”. La verdad es que no sólo en Venezuela, en ninguna parte del mundo han existido experimentos fascistas después de la II Guerra Mundial.

El fascismo sólo existe en la propaganda comunista, bajo la forma negativa del mito antifascista, esa especie de compendio de todo lo malo que lo asemeja tanto al mito del diablo, Satanás o el mal absoluto, que es tan propio de las mentalidades supersticiosas.

Y no habría que perder ni un minuto con él sino fuera porque ilustres miembros de las Academias acusan a presos políticos de ser “fascistas”, sin sufrir la menor sanción moral o censura intelectual de sus colegas igualmente respetables académicos. Por su parte, los más acreditados comentaristas de la alternativa democrática, sus creadores de opinión acusan a Maduro de “fascista” con idéntica circunspección.

En una reciente Asamblea del Colegio de Periodistas vimos con perplejidad como los más encendidos oradores denunciaban las conductas fascistas del gobernador Ameliach en Carabobo. Vale preguntar: ¿Qué pasaría si en esa asamblea de periodistas se hubiera denunciado más bien la conducta comunistadel régimen? Si no la mitad, al menos alguna fracción de esa asamblea se habría levantado en señal de protesta.

Y aquí está el principio de la respuesta: la utilidad del fascismo es producir consenso, unanimidad. No es el que no haya fascistas lo que hace inexplicable el antifascismo universal, sino lo contrario: es precisamente porque no hay fascistas que el antifascismo resulta tan exitoso, porque nadie se le opone.

Paradójicamente, “dialécticamente” dirían los marxistas, el antifascismo ha logrado lo que en el fondo se proponía su contrario: una mentalidad homogénea, sin fisuras, donde toda disidencia no sólo resulta imposible sino incluso delictiva.

La unanimidad es la base socio-psicológica de la unidad perfecta, del sueño totalitario.

LA UTILIDAD DE LA MENTIRA

Un conocido catedrático de Derecho comienza sus clases diciendo a sus alumnos que lo que se hace en los tribunales es mentir, mentir y mentir; no se sabe si en esto entraña una denuncia o una recomendación, pero parece más bien lo último que lo primero.

Lo extraño es que hasta ahora ningún alumno lo haya parado advirtiendo que o bien  miente, en cuyo caso no deben creer lo que dice; o bien dice la verdad, en cuyo caso se está contradiciendo (él no miente). Con lo cual se concluye que la mentira puede practicarse, pero no predicarse, porque el predicador se contradice así mismo.

Cada día aumenta la legión de quienes se dan cuenta de que la esencia del discurso del régimen comunista cubano implantado en Venezuela es la mendacidad, no porque diga ésta o aquélla mentira aislada, sino porque es constitutivamente falaz, un gran andamiaje de mentiras.

El problema que plantea es doble: por un lado, da la certeza de que no puede llegar a ninguna parte por ese camino; pero por el otro, hace imposible toda refutación racional de su discurso, puesto que para eso sería indispensable aceptar algunos parámetros de verosimilitud, esto es, de verdadero y falso, que es lo que ha trastocado por completo.

Uno de los problemas que plantea la mentalidad criminal es la desvinculación del criminal con sus propios actos, de manera que pueden negar un hecho en el mismo momento en que lo están perpetrando. Esto siempre ha producido la mayor perplejidad en los criminólogos que, no en balde, llaman a los delincuentes “enfermos morales”.

Estos problemas pueden llevarse a niveles inauditos cuando organizaciones criminales toman el control del Estado instrumentalizando sus instituciones para ponerlas al servicio de sus propios fines delictivos, como ha ocurrido en Venezuela. Con todas las instituciones al servicio del delito son las personas honradas las que están en problemas.

Es desalentador ver como los delincuentes se salen con la suya con garantías absolutas de impunidad, porque son ellos quienes encabezan las instituciones que estarían encargadas de perseguirlos.

El Estado en general pero especialmente el Estado de Partidos, se aprovecha de una presunción de moralidad, de veracidad en sus actuaciones, de eso que se llama fe pública, que hace engorroso llevar a la conciencia común el carácter inmoral, falso y de mala fe de sus actuaciones, aunque éstas sean flagrantes, públicas y notorias.

Más desalentador todavía es ver como la oposición oficial que debería denunciarlos asume conscientemente el discurso de la mentira y le da un giro más, llevando esta dinámica a niveles inverosímiles, como con todas esas promesas delirantes que hacen en el supuesto de “ganar” unas supuestas elecciones que no son tales y que saben completamente imposibles de ganar.

Por ejemplo, dicen que una mayoría parlamentaria es más poderosa que cualquier  presidente; pero aunque se cumpliera la Constitución, cosa que en Venezuela no existe, resulta que el régimen siempre ha sido y sigue siendo presidencialista, no parlamentario, por lo que la última palabra la tiene siempre el presidente, incluso para promulgar las leyes de la asamblea, entonces ¿no es esto mentir conscientemente?

Sin detenernos en las llamadas leyes habilitantes, por las que la asamblea claudica de su función legislativa en el ejecutivo, lo mismo puede decirse de las leyes que ofrecen para la repatriación de capitales que no pueden ser extraterritoriales, para la liberación de presos políticos que no son pasibles de amnistía, para la producción nacional y pare de contar, porque ninguna resiste el menor análisis lógico, por no decir jurídico ni político.

Cierto que, parafraseando a Teodoro Petkoff, nadie se va a presentar a una elección parlamentaria diciendo: “Voten por mí para que yo gane una canonjía, tenga inmunidad, prima por reunión, viáticos, carro con chofer y un trampolín hacia cargos más altos”; o bien: “Voten por mí para seguir los pasos de mi padre, que tras numerosos períodos terminó jubilándose del congreso, rompiendo records de inasistencia a las sesiones”; pero, esta es la realidad que exhiben y el otro discurso, ¿no es la consagración de la mentira como política de Estado?

Todos los mentirosos del mundo se benefician de la presunción de verdad; pero los políticos venezolanos deberían superar la presunción de mentira.

APOCALIPSIS NOW

Las ideas de un tiempo final y de un mundo venidero están firmemente arraigadas en el fondo de la mentalidad popular, como producto de la escatología primero mesiánica judía y más tarde cristiana. Siempre se asocia el uno, a la oscuridad y corrupción sin límites, a la opresión del pueblo y maldad de los tiranos; el otro, a la resplandeciente liberación, a la justicia y magnanimidad de un salvador beatífico.

Estas atávicas visiones apocalípticas han adquirido una extraña actualidad en Venezuela donde no puede evitarse la sensación de estar en el país más corrupto del planeta, en que el lavado de dinero ha alcanzado una magnitud que amenaza la estabilidad del sistema financiero mundial, en que la vesania y perversidad de los funcionarios no tiene paralelo  en toda la historia de la humanidad.

De manera que sin duda algo se corroe, se pudre y cae en pedazos, pero ¿existe alguna garantía de que este derrumbe abrirá paso al mundo por venir, aquel reino luminoso de justicia y bondad, donde reinarán la paz y la abundancia?

La experiencia reciente de Venezuela no puede ser más decepcionante en este respecto. Hugo Chávez pasó rápidamente de líder mesiánico a falso profeta, no porque lo diga ningún detractor, sino él mismo: relatando como le mentía a sus superiores exaltando la mentira como virtud, atizando el odio, poniendo la muerte como consigna (al contrario, el Mesías se identifica a sí  mismo como la verdad, el amor y la vida).

Lo cierto es que Chávez no suprimió nada de lo malo que encontró, sino que sumó sus propias huestes a la devastación, incluso, los mismos adecos, copeyanos y masistas entraron a saco sobre la administración pública como invasores extranjeros, liberados de las restricciones que les imponían las élites de sus partidos, que antes tomaban lo mejor para ellas dejando los desechos para el populacho.

La actual polarización pretende ser un remedo de la anterior, un sistema que se niega a aceptar el carácter revolucionario de las nuevas elites comunistas, que repudian el sistema alternativo y pretenden quedarse para siempre en el poder, según el modelo castrista que se internacionaliza a través del Foro de Sao Paulo.

No hace falta revisar el currículo de la alternativa democrática para advertir que estos fueron diputados, miembros del parlatino, cancilleres, embajadores, unos ministros, otros directivos de empresas del Estado, todos usufructuarios del sistema de partidos.

El problema es que si ellos fueron los que trajeron a Chávez, los causantes de tanto odio y resentimiento, en su mayor parte completamente justificados, entonces: ¿Qué pueden traer ahora? ¿Cuáles serán las tormentas que podrían generar estos vientos?

Con solo ver lo que significaron Tito para Yugoslavia, Saddam Hussein para Irak, Gadafi para Libia y Bashar Al Asad para Siria, el legado de Chávez prefigura como primer peligro la disolución, con su bagaje de anarquía y violencia, de donde no puede sorprender que nuestros buenos vecinos quieran arrancar retazos.

Con el modelo de Castro en Cuba, el segundo peligro es el férreo sometimiento al comunismo, mediante un matrimonio morganático del régimen títere con los partidos tradicionales, apadrinado por Estados Unidos y bendecido por la Santa Madre Iglesia, poderes todos que veneran la estabilidad por encima de la salvación del Alma.

No hay que ser semiólogo para darse cuenta de que ese discurso de la unidad perfecta, la igualdad absoluta, uniformidad general, repudia profundamente al pluralismo, la diversidad, espontaneidad individual y a la postre la iniciativa y propiedad privadas.

Entre los extremos de “comunismo o caos” debe abrirse paso la esperanza de la libertad.

 

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Luis Marín es Abogado y politólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela,donde dio clases de Introducción al Derecho en la Escuela de Estudios Internacionales, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales; también en las Escuelas de Derecho y de Estudios Políticos en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la misma Universidad, hasta su retiro, en 2014.

 

Publicado originalmente en Observatorio Cubano de Derechos Humanos